LA LUCHA POR SALTAR EL MURO
Según el Proyecto Migrantes Perdidos, de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) —que hace un seguimiento de estos temas a nivel mundial— hasta el 21 de diciembre se produjeron 341 muertes en la frontera entre México y Estados Unidos. O sea: casi una por día. El flujo de migrantes en condiciones irregulares no se detiene. Según la OIM, en el pasado año fiscal estadounidense, terminado el 30 de septiembre, hubo 521 090 personas que llegaron a esa frontera, es decir, 1427 por día, procedentes básicamente de Latinoamérica (América Central y México en lo fundamental) y la región del mar Caribe.
Con esa cifra fabulosa de gente que se desplaza en forma irregular, sin ningún resguardo, saltándose procedimientos regulatorios, atravesando desiertos en condiciones infrahumanas expuestos a toda clase de peligros y con una política migratoria por parte de Estados Unidos que, antes que recibir gente, pone trabas, no es de extrañar que se produzcan muertes; muchas muertes. También de niños.
Una vez más, entonces: ¿quién es el responsable de la muerte de estos dos infantes guatemaltecos en espacio de un par de semanas?
Un discurso conservador y moralista dirá que los padres, por exponer a niños a tamaño esfuerzo. No hay dudas de que emigrar en condiciones tan precarias, tanto para adultos como para menores de edad, constituye un problema enorme. Los peligros son demasiados, habiendo allí de todo un poco: las penurias de un viaje de varios días cruzando zonas inhóspitas (hambre, sed, enfermedades, agotamiento), la brutalidad de los “coyotes”, la posibilidad siempre presente de caer en manos de bandas criminales (secuestradores, ladrones), la brutalidad de los agentes de seguridad (de los distintos países del área centroamericana, los de México y los de Estados Unidos), bandas de civiles estadounidenses xenófobos fuertemente armados que se dedican a “cazar” inmigrantes en la frontera (los rangers), el agotamiento natural y esperable de un viaje tan plagado de peripecias.
Todo eso mata. Cualquiera que emprende el viaje lo sabe, pero la desesperación con que se vive en los países expulsores es tan grande (miseria económica, situaciones de violencia, exclusión social), que la promesa de un mundo mejor en el “sueño americano” no repara en tantos peligros. “Entre morirme en el intento o morirme en mi país por el hambre, prefiero tomar el riesgo de cruzar el desierto. Quizá tenga suerte y llegue”, afirmaba patético un viajero indocumentado de Centroamérica.
Latinoamérica es el continente donde se dan las diferencias entre quienes lo tienen todo y quienes no tienen nada más grande. Y el área centroamericana en especial muestra esa dramática diferencia. En los hogares de donde provenían estos niños muertos en diciembre, comer todos los días ya tiene el sabor de lujo. Los índices de pobreza y pobreza extrema (miseria) son tan grandes que todas las penurias antes mencionadas son tolerables si, al final del viaje, se logra llegar a la “tierra prometida” de Estados Unidos. Allí habrá un respiro (aunque las condiciones de vida también sean deplorables, siempre perseguidos por las autoridades migratorias), y se podrán mandar remesas de dólares a los familiares que quedan en los países de origen, con lo cual se paliará un poco la situación de desventaja en que se sobrevive al sur del río Bravo.
¿Es responsable de la muerte de Jakelin y Felipe sus progenitores?No. Nunca hubo tantas deportaciones de inmigrantes irregulares desde Estados Unidos como durante la Administración de Barack Obama, el premio Nobel de la Paz, considerado de izquierda por los sectores más conservadores (así como nunca hubo tantas aventuras militares durante un mandato presidencial como con la Administración de ese afrodescendiente).
Si hubo negligencia o responsabilidad por parte de las autoridades estadounidenses que actuaron en ambos casos de estos niños, puede ser. No hay dudas que, según los principios de la democracia norteamericana, todos somos iguales…, pero sigue habiendo algunos más iguales que otros. Los WASP —white, anglosaxon and protestant (blanco, anglosajón y protestante)— son “más” iguales, sin dudas.
El Partido Demócrata de ese país rápidamente salió a señalar las arbitrariedades e injusticias de la política migratoria de Trump y del Partido Republicano, pero eso suena más a oportunismo politiquero que a una real preocupación por la suerte de estas masas poblacionales latinoamericanas. Golpearse el pecho y buscar “causantes” en la figura de, en este caso, un presidente, es ver el árbol evitando ver el bosque, y para el caso, sin tocar las verdaderas causas de la cuestión. Sin dudas, Donald Trump tiene una visión absolutamente punitiva del asunto, destinando alrededor de 6000 millones de dólares a la construcción del muro, en tanto su par de México, Manuel López Obrador, con un talante socialista, una suma similar la dedicará a fomentar puestos de trabajo en la frontera buscando agilizar la solicitud de permisos de residencia para los centroamericanos migrantes, evitando una política criminalizadora y carcelaria. Pero con Trump o sin él, la historia no varía en lo sustancial.
El problema de las migraciones irregulares debe verse como un problema mundial. Movimientos migratorios hubo siempre, en toda la historia de la humanidad. Y de hecho Estados Unidos es un país construido enteramente sobre la base de migraciones continuas, de las más diversas procedencias. Si ahora los emigrantes latinos aparecen como un problema a resolver es por una doble causa: a) se les criminaliza, poniéndoles así en la categoría de chivo expiatorio, motivo de los penurias que está sufriendo la clase trabajadora estadounidense (sufrimiento debido, en realidad, no a los inmigrantes hispanos que “roban puestos de trabajo”, sino a la crisis del sistema capitalista que se vive); y b) porque apelando a esa doble moral que mencionábamos, se mantiene continuamente chantajeada a una mano de obra cada vez más explotada, sumisa y atemorizada.
En definitiva: no se trata de buenos y malos, de causantes individuales (padres irresponsables que ponen en peligro a sus hijos ni presidentes malvados), sino de problemas muy hondos de un sistema que hace agua por todos lados. Igual que otros tantos problemas sociales (niñez trabajadora, niños de la calle, adicciones a psicotrópicos, violencia delincuencial), no se trata de “responsables individuales” (malos progenitores, malos políticos) sino de fenómenos estructurales.